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tomado de la página del instituto del bien común

La dictadura que no dice su nombre (en Brasil)/ Eliane Brum (Diario El País)

El imaginario sobre la Amazonía y los pueblos indígenas, forjado por el régimen de excepción, es posiblemente la herencia autoritaria más persistente en la mente de los brasileños de hoy, incluyendo parte de los que están en el poder. Y la que más comete destrozos en la democracia

Publicado: 2014-04-01

“Cuando se quiere hacer alguna cosa en la Amazonía, no se debe pedir permiso: se hace.” 

La declaración es del gaucho Carlos Aloysio Weber, ex-comandante del 5º Batallón de Ingeniería y Construcción, uno de los primeros en instalarse en la Amazonía en la dictadura civil-militar. En 1971, le entrevistaron para un proyecto especial de la revista Realidade sobre la Amazonía. El reportero hizo al coronel, presentado como “legendario” en Rondônia, la siguiente pregunta: “¿Cómo es posible hacer las cosas en la Amazonía y transformar la región?”. El coronel respondió:

- ¿Cómo crees que hicimos 800 kilómetros de carretera? ¿Pidiendo permiso? Usamos la misma táctica de los portugueses, que no pedían permiso a los españoles para cruzar la línea de Tordesillas. Si todo lo que hicimos no hubiese funcionado, yo estaría en la cárcel, viejo.

Es una declaración de sentidos explícitos – por el tono en el que fue dictada, por la certeza de la impunidad, por el orgullo de la falta de límites. Por la forma como el coronel ve la Amazonía como un territorio a ser invadido y dominado por la fuerza. Lo que la dictadura hizo en la Amazonía, tan lejos de los centros de poder y de las voces de resistencia, y lo que hizo con los pueblos indígenas, aún necesita ser investigado con mucha más profundidad. Los horrores que ya se descubrieron pueden ser solo la superficie. Pero, si el pasado pide luz, el presente necesita ser iluminado con urgencia.

Hay varios escombros autoritarios corroyendo nuestros días, como la Policía Militar (que, si tiene una historia anterior al golpe de 1964, ganó más poderes en la dictadura y los mantiene en la democracia) y el “auto de resistencia” (que sirve para que la policía justifique la ejecución de sospechosos o desafectos). Pero es en la mirada sobre la Amazonía como sobre los pueblos indígenas, ribereños y quilombolas que el Estado autoritario persiste con más fuerza y menos resistencia en la mente de la mayoría de los brasileños. Persiste de la forma más peligrosa, porque se disfraza como cierto aquello que es solo una imagen al servicio de intereses políticos y económicos específicos. Tal vez en ningún otro campo el régimen de excepción haya conquistado tanto éxito al imponer su ideario. Y mantenerlo en la democracia. 

La dictadura civil-militar enraizó en el imaginario de los brasileños la visión de que la selva amazónica es un territorio-cuerpo para su explotación. Si la lógica del explotador/colonizador orientó históricamente la “interiorización” del país, es en la dictadura que gana un conjunto ideológico más ambicioso. Las piezas de propaganda que el régimen produjo continúan vivas, incluso para aquellos que nacieron después, como los eslóganes “Integrar para no entregar” y “Tierra sin hombres para hombres sin tierra”. Es en la dictadura que se construye la idea de la Amazonía como un “desierto verde”, ignorando toda la riqueza humana, la diversidad cultural y biológica que allí existía, ignorando la vida. La diseminación de esa fantasía es tan exitosa que se hace verdad. Y se convierte en una verdad que continúa verdad después de la redemocratización. Tan verdad que crea una realidad paradójica: una ex-guerrillera, presa y torturada por el régimen, es quien, en la democracia, lleva adelante el modelo de desarrollo de la dictadura a la Amazonía.

Es en el gobierno de Lula primero, y con más fuerza y empeño tras la toma de posesión de Dilma Rousseff, en el que grandes obras planificadas por los militares, como la hidroeléctrica de Belo Monte, en el río Xingú – la más polémica, pero no la única – son impuestas a los pueblos de la selva. El inquietante proceso que forzó la construcción de Belo Monte, entre otras arbitrariedades, violó tanto la Constitución como tratados internacionales. El Convenio número 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) asegura a los indígenas el derecho a ser escuchados sobre medidas y programas que van a afectar su modo tradicional de vida – y no lo fueron-. Otras hidroeléctricas están en curso, con gran resistencia de pueblos indígenas, quilombolas y ribereños, como las centrales previstas para el río Tapajós, en el Estado de Pará.

Es en ese gobierno electo que la Fuerza Nacional cae sobre las comunidades tradicionales que viven hace siglos en la región de los megaproyectos con la justificación, entre otras, de garantizar la seguridad de los investigadores que harán el inventario socio ambiental. En la práctica, se usa para reprimir la resistencia legítima de esos pueblos, cuyos derechos son amparados por la Constitución. Es en la democracia que grandes empresas financiadas por el dinero público del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) ejecutan obras que alteran el ecosistema regional sin cumplir con sus obligaciones, en forma de condicionantes, causando destrozos irreversibles y aniquilando vidas, como se vio ahora en la inundación histórica del río Madeira. 

Es también en ese periodo democrático que un instrumento creado en la dictadura, la “Suspensión de Seguridad”, se ha usado para garantizar la continuidad de los megaplanes, como se denunció el pasado 28 de marzo en la Organización de Estados Americanos (OEA). El instrumento permite a los tribunales superiores anular decisiones judiciales de instancias inferiores, si los jueces entienden que las sentencias representan riesgo de “graves daños al orden, a la salud, a la seguridad o a la economía públicas”. El controvertido mecanismo se ha usado para derribar decisiones favorables a comunidades afectadas por grandes obras, como Belo Monte y del ferrocarril de Carajás, una línea para el transporte de minerales.

Y a la mayoría de los brasileños no le extraña – o le extraña muy poco – esa versión del “Brasil Grande” de la dictadura que se consolida con otros nombres en la democracia. No descodifica esa violencia como violencia, no descodifica el autoritarismo como autoritarismo. Lo más peligroso es siempre aquello que no detectamos como peligroso, aquello que se naturaliza como inevitable – y en la Amazonía la violencia de Estado se convirtió en naturaleza.

Podría ser una sorpresa que el hecho del mito amazónico forjado en la dictadura persista en la democracia. Pero no llega a serlo, porque es ese mito, convertido en única verdad, que permite que la Amazonía siga siendo tratada como objeto de expoliación, sea por el Estado, sea por la iniciativa privada. Un cuerpo a ser violado, a disposición de explotadores de paso, sean ellos técnicos del gobierno, políticos de amplio espectro partidario, falsificadores de documentos para hacerse con tierras, madereros, mineradoras y constructores. Quien permanece en ese territorio, nace en él, tiene raíces y construye memoria se convierte en un obstáculo, como los pueblos indígenas. Un no-ser, como los ribereños y quilombolas, los invisibles entre los invisibles. Un obstáculo no al desarrollo, como se repite hasta la exhaustación, sino al mantenimiento de ese mito – a la continuidad del ideario que legitima, hace décadas, la destrucción de la selva y de los pueblos de la selva para acomodar los intereses de los centros de poder-. 

Esta es una entre varias razones para que la afirmación de pertenencia a esas poblaciones sea vista como ilegítima, ya que la selva no sería tierra para la vida, y sí para la explotación y el uso. ¿Cómo reivindicar la construcción de sentidos en aquella que es objeto de paso y de dilapidación? La Amazonía sirve al centro, en una lógica que aún obedece, en la segunda década del siglo XXI, a los preceptos del sistema colonial, en el que la periferia sirve a la matriz.

Para muchos, incluyendo burócratas del gobierno instalados en ministerios como el de Minas y Energía, la Amazonía es solo una fuente de materias primas y de energía para las grandes industrias que producen para la exportación. Ha sido, también, una fuente de pago de compromisos no declarados de campaña, en forma de grandes obras financiadas por el BNDES. La selva es también aquella que puede derribarse para expandir la frontera agropecuaria, en un momento en el que los ruralistas constituyen la mayor base legisladora por encima de los partidos, en un Congreso marcado por el chantaje, y que alcanza niveles inéditos de influencia en un gobierno que asegura su apoyo en los intercambios políticos. Es aún una reserva simbólica para unir ese Brasil que la ignora con una jactancia tortuosa contra “los gringos que quieren tomar la Amazonía”. Nada parece más eficaz que crear una amenaza externa para engordar nacionalismos de ocasión, que solo favorecen a los mismos de siempre. Si es de eso que se trata, conviene darse cuenta de que hay un tipo de “gringo” que hace mucho que está allí, en megaproyectos de multinacionales que expulsaron a las poblaciones locales con el apoyo de sucesivos gobiernos. En la dictadura, pero también en la democracia.

La Amazonía se devasta en nombre de varias manipulaciones, concretas y simbólicas. Para que continúe sirviendo a los intereses de los centros de poder, es necesario que el modelo de explotación persista. Y, para que persista, cuando el calentamiento global y la destrucción del medioambiente son temas vitales en el mundo, cuando la cuestión del agua es de lo más actual, es necesario forjar nuevos enemigos. Es en ese contexto que los pueblos indígenas pasan a ser vendidos a la población, predominantemente urbana del país, como “obstáculos al desarrollo”. Eso en el discurso tanto de sectores conservadores de la sociedad como en conversaciones oficiales de sectores del actual Gobierno. 

Aquellos que pertenecen a la tierra son convertidos en desapropiados, en el sentido más profundo de “obstáculo”, para que la Amazonía se mantenga en el mismo papel de cuerpo para la violación. En nombre de “intereses nacionales”, cuando, de hecho, lo que se enmascara como nacional son, históricamente, proyectos de poder de grupos políticos específicos y proyectos de lucro de grupos económicos privados. Estos hacen alianzas circunstanciales o permanentes para mantener la lógica de expoliación intacta. Lo hicieron en la dictadura, lo hacen en la democracia. Sin que extrañe lo suficiente, porque la distancia de la Amazonía no es solo geográfica. Para comprenderla es preciso arriesgarse a la alteridad – y nada más peligroso para quien quiera mantener sus privilegios que experimentar otras posibilidades de estar en el mundo-.

Los pueblos indígenas resisten desde 1500, pero este siglo ampliaron su voz, por las posibilidades abiertas por Internet, y pasaron a divulgar sus múltiples narrativas. En común, la resistencia al genocidio que sigue en curso y ganó apariencias más sofisticadas. Es también por eso que los ataques contra esos pueblos se agravaron, no solo en forma de agresiones físicas y destrucción de aldeas, si no en los varios proyectos que se tramitan en el Congreso y que significan, en la práctica, su aniquilación física y cultural. Como no es posible silenciar más su voz, es preciso transformarlos en enemigos. Al enemigo no se le escucha, diga lo que diga, porque no se le reconoce la legitimidad para hablar. Ese es el objetivo de la exitosa propaganda en curso, que coloca a los más de 200 pueblos indígenas, habitantes también de otros ecosistemas además de la Amazonía, como “obstáculos al desarrollo” de Brasil. Por estar en el camino de las grandes obras, por estar colectivamente sobre las tierras codiciadas para lucros privados.

Nada es más autoritario que decir al otro que él no es lo que es. Esa también es parte de la ofensiva de aniquilación, al invocar la engañosa cuestión del “indio verdadero” y del “indio falso”, como si existiera una especie de “certificado de autenticidad”. Esa estrategia es aún más vil porque pretende convencer el país de que los pueblos indígenas no tendrían el derecho de reivindicar su pertenencia a la tierra que reivindican, porque ni siquiera pertenecerían a sí mismos. En la lógica del explotador, lo ideal sería transformar a todos en pobres, habitantes de las periferias de las ciudades, dependientes de programas del Gobierno. En ese lugar, geográfico y simbólico, ningún privilegio se pondría en riesgo. Y no habría nada entre los grandes intereses sin ninguna grandeza y el territorio codiciado. 

Cuando alguien, incluso en círculos ilustrados, afirma que “sin Belo Monte no se va a poder ver la telenovela de las ocho o entrar en Facebook”, o clama que “el indio tiene demasiada tierra”, está cometiendo muchas impropiedades. Pero está también manteniendo vivo el ideario de la dictadura sobre la Amazonía y los pueblos de la selva. En un momento en que Brasil disecciona el golpe que completó 50 años, tan importante como arrojar luz sobre el pasado es comprender lo que permanece de él entre nosotros, con nuestra estrecha colaboración.

Fuente: Diario El País de España


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